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INTRODUCCIÓN A LA «POESÍA DE RUINAS» EN EL BARROCO ESPAÑOL

Nombre del Autor: Jordi Pardo Pastor

jordi.pardo@campus.uab.es

Palabras clave: ruina, Roma, itálica, barroco.

Minicurrículo: Licenciado en Filología Española por la Universitat Autònoma de Barcelona,  es, actualmente, doctorando en Literatura Española Medieval y de los Siglos de Oro. Filólogo de profesión y filósofo por vocación es miembro del Instituto Brasileiro de Filosofia e Ciencia Raimundo Lúlio (“Ramon Llull”). Estudioso de Llull y del lulismo, sus artículos hablan por sí mismos, tratando temas como el Llibre d’amic e Amat, las ratione necessariae entre Fe y Razón, y el lulismo hispánico, cuestión que ocupa, actualmente, su labor investigadora. Además, es autor de una nueva teoría sobre la ‘materia nueva’ de La Celestina, otorgando la autoría de los versos acrósticos al editor y corrector Alonso de Proaza (Celestinesca, 2001).

Resumo: A Poesía de Ruinas obedece a um claro desígnio do plasmar o mal-estar do momento a partir dos tópicos literários preestabelecidos, levando-nos a umas cotas insuspeitadas nas quais se fundem o desígnio e a desesperação do poeta.

Resumen:  La Poesía de Ruinas obedece a un claro designio de plasmar el malestar del momento a partir de los tópicos literarios preestablecidos, llevándonos a unas cotas insospechadas en las que se funden el designio y la desesperación del poeta.

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I. Apuntes generales: tipos y tópicos
 

El paso del Tiempo y la inconstancia de la Fortuna son motivos literarios tratados de forma constante en la literatura y actualizados en el Barroco mediante el tópico de las ruinas. De esta suerte, dicha poesía emana de los lugares comunes fundamentales de la cultura barroca y de su literatura: desengaño, fugacidad terrena, irremediabilidad del tiempo, inexorabilidad de la muerte. Con todo, podemos definir el Barroco como una estructura cultural producto de la crisis de la época. Dicha crisis crea un clima psicológico de inquietud, de inestabilidad, de amenaza, y, por fuerza, este estado ha de reflejarse en la composición literaria del momento. En este sentido, puede hablarse del «reflejo» de factores económicos, sociales y políticos (MRAVALL, 1975). Nótese bien: no se trata sólo que la obra dé testimonio directo de los males de la época, se trata, sobre todo, de que el escritor traduce ese malestar que es el producto de sus tiempos. Como muy bien dice José Manuel Blecua: «Esta honda crisis es la que lleva a una nueva metafísica o a una nueva actitud del hombre ante el mundo, el cual concibe como un inmenso oxímoron, un concierto de desconciertos» (BLECUA, 1984:9). Al hilo de este contexto sociocultural, el hombre del Barroco se encuentra desconcertado ante el desmoronamiento de las preceptivas del Renacimiento: el gran optimismo unificador del quinientos entra en crisis desintegradora, lo que provoca que el hombre del Barroco se repliegue en su interior y converse con sus propios afectos y esperanzas, en soledad, al no poder conversar con los demás. Estos hombres del Barroco están dotados de una gran inquietud que les corroe las entrañas, siendo individuos que se caracterizarán por su desengaño ante todo aquello que les rodea.

Recordemos que el Renacimiento supuso una decidida confianza en el hombre, un entusiasmo ante la naturaleza y unos ilusionados anhelos de vivir. El mundo, se pensaba, podría ser organizado armónica y racionalmente. A estos sentires observamos claras dosis de idealismo: todo se veía a través del prisma del ‘ideal’. Las letras y las artes presentaban una realidad ‘canonizada’, es decir, sometida a unos cánones perfectos y prefijados por las retóricas y los manuales que configuraban los studia humanitatis y que se vieron respaldados por intelectuales de la talla de Petrarca, en la Península Itálica, o Nebrija en nuestra Península. A esto se añaden, en el caso de España, las grandes ilusiones del momento imperial y el desarrollo económico. Pero, tras estas esperanzas, vendrá el hundimiento del país y el desengaño. Las circunstancias del momento mostraban a los hombres la distancia cada vez mayor que había entre los ideales y las realidades concretas; cada vez había menos sitio para las ilusiones. La crisis del idealismo renacentista es, pues, el hundimiento de aquellas ilusiones, de aquellos anhelos de vivir que veremos reflejado a través de todo nuestro estudio en el desengaño y el vitalismo frustrado que emana de los topoi de la poesía de ruinas.

Dicho ‘desengaño’ supone una radical depreciación del mundo, el cual carece de valor: no es ya un ‘cosmos’ sino un ‘caos’, un laberinto por el que el hombre va perdido y rodeado de males. La vida carece de sentido, se convierte en un luchar consigo mismo, y es, a un tiempo, tan deleznable como la belleza de una rosa:

Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día, 
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama,
ni púrpura hermosa
a detener un punto 
la ejecución del hado presurosa? […] (BLECUA: 1984:250-252, vv. 1-10).
 

Esta composición de Rioja nos da cabida a otro tema: el de la fugacidad terrena que tan bien plasma la poesía de ruinas. Tan breve como la vida de una rosa es la vida del hombre, el tiempo es el peor enemigo del ser humano ya que éste nos acerca cada vez más hacia la muerte, convirtiendo la vida en un extraño vacío que la muerte ocupa:

 Vivir es caminar breve jornada
y muerte viva es, Lico, nuestra vida,
ayer al frágil cuerpo amanecida,
cada instante en el cuerpo sepultada 
[QUEVEDO, SCHWARTZ et ARELLANO (ed.), 1998: 14, vv. 1-4]. 

Esta inconsistencia de la vida nos mostrará que nada es lo que realmente parece, que estamos ante un gran teatro, que «la vida es sueño» y que como tal debemos vivirla, sin intentar despertar de este gran teatro de guiñol de reminiscencias valleinclanianas: 

pues que la vida es tan corta,
soñemos, alma, soñemos
otra vez; pero ha de ser
con atención y consejo
de que hemos de despertar
deste gusto al mejor tiempo;
que llevándolo sabido,
será el desengaño menos; 
[…] [CALDERÓN DE LA BARCA, SERÉS (ed.) 1999:172]. 

De esta suerte, entendemos «la preocupación del Barroco por el tema de las ruinas. En ellas pretende encontrar el testimonio de un tiempo, respondiendo a la incipiente conciencia histórica que trata de abrirse paso» (MARAVALL, 1975: 384).

Si enumeramos los topoi hasta aquí expuestos, hallaremos que nuestra lista queda incompleta debido a la ausencia de dos de ellos, quizá los más importantes, que quiero ejemplificar a partir de un lienzo de Valdés Leal. Ante el Finis gloria mundi somos realmente conscientes de la significación de lo desmesurado y de lo igualatoria que es la muerte. Observamos a primera vista la estructura piramidal del cuadro, mostrándonos en un escalafón inferior la cruda realidad de la muerte, con la representación de cuerpos putrefactos y calaveras que nos recuerdan ese célebre pasaje shakespeareano en el que Hamlet sostiene la calavera de Yorik. Ahora bien, la visión del cuerpo sin vida que nos muestra este elemento pictórico, no es otra cosa que la ilación de dos lugares comunes como el ubi sunt? y el homo viator que Góngora tan bien plasmó en sus Soledades. Ambos tópicos nos reafirman aquello que hasta aquí hemos estado anunciando, pero lo hacen de una forma más directa y mordaz. El ubi sunt? nos trae a la memoria los hechos, las riquezas, el poder de aquellas personas que antes poblaron la tierra, que ante esta terrorífica pregunta no pueden responder: son polvo.  

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          La muerte en este lienzo  sitúa bajo un mismo plano a todos los hombres, ya que las riquezas no postergarán tan irremediable fin. En un segundo estadio encontramos una balanza que equilibra los ‘límites’, siendo ésta a la vez suspendida en el aire por una mano divina, que juzga desde el cielo. Así pues, los hombres son pequeños títeres de un Dios padre que quiere que sus hijos tengan presente en todo momento que de la muerte no se libra nadie: 

Uno de los principales medios de que nuestro Señor ha usado muchas veces para enfrenar los corazones de los hombres y traerlos a la obediencia de sus mandamientos ha sido ponerles delante de los castigos y las penas horribles que están aparejadas para los rebeldes y quebrantadores de la ley […] en los tiempos pasados usó nuestro Señor más deste remedio que de otros, como paresce claro por las escripturas de los Profetas, que están por todas partes llenas de temores y amenazas, con las cuales pretendía el Señor espantar y enfrenar los corazones de los hombres y subjectarlos a su ley (Fray Luis de Granada, Memorial de la vida cristiana, 1945: II, 205). 

Esta ley divina nos hace a todos merecedores de la visita de la Dama en el momento en que el destino lo considere oportuno, riéndose éste de nuestras riquezas y de los triunfos de nuestra breve y pasajera vida.

El tópico sobre la muerte y su carácter igualador es muy representativo en la Edad Media, con composiciones tan enigmáticas como Las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique que se emplazan dentro de una caudalosa corriente literaria que refleja la preocupación medieval por esta cuestión. La Edad Media, junto con el Ars amandi, va elaborando también un Ars moriendi que ahora en el Barroco se dirigirá hacia caminos inhóspitos. Esta composición, en mi opinión, es el mejor y más representativo ejemplo del viejo tema de origen bíblico que hasta aquí hemos estado enunciando y que se resume en la fórmula Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? Esta tradición medieval entronca en el Barroco con la poesía de ruinas, ya que estamos ante un mismo planctus por la desaparición de los seres queridos o admirados (así como también el elogio personal al sujeto ilustre arrebatado por la muerte), aunque ahora toma un carácter más estoico o neoestoico.

Esta nueva corriente filosófica, como magistralmente nos explican Francisco Rico y Juan F. Alcina en su estudio preliminar a La Epístola moral a Fabio, empieza a surgir en la segunda mitad del siglo xvi gracias al mayor conocimiento de las fuentes clásicas debido al auge del humanismo castellano. Estos tópicos del estoicismo se convierten en herramientas básicas para entender la poesía que se elabora en el Barroco. Autores como Justo Lipsio o Epipteto son muy leídos en esta época, y al igual que Séneca son los autores que configuran este neoestoicismo que se está recuperando en estos momentos. Con todo, debemos tener claros que los términos del neoestoicismo no se configuran en el sentido de vivir por y para el placer, sino que procuran el no-trascendentalismo, el vivir cada día como si fuera el último. Junto con estas teorías neoestoicas apreciamos el ya mencionado tópico del homo viator, en el que el hombre en su búsqueda de lo intranscendente se percata de que su permanencia en el mundo es una peregrinación:  

Nuestras vidas son los ríos 
que van a dar en el mar, 
qu´es el morir: […] [
Jorge Manrique, Poesía, edición de Vicente Beltrán y estudio preliminar de Pierre Gentil, 1993: 150, vv. 25-27]. 

La vida del hombre es un difícil camino en el que lo único que hace es sufrir y prepararse para el día del juicio final, para la otra vida que ha de ser más placentera que la actual. El ser humano es como aquel peregrino que Góngora nos recreó en sus Soledades; este hombre del Barroco es un ser errático que como nuestro peregrino ha de dedicarse a observar, a la contemplación, rehuyendo el afán de trascendentalismo.

El hombre del Barroco observará aquello que le rodea con melancolía, con tristeza, conocedor de la fugacidad de la vida y de la falsedad de la apariencia mundana. Todo esto se traducirá en la inestabilidad emocional y en la desesperación que nos transmiten la poesía de la época. Este peregrino que es el poeta nos mostrará de forma enigmática la visión de un mundo que es tumba y cadáver de la humanidad, haciéndonos partícipes de la devastadora lucha que se produce entre el hombre y el tiempo, que desemboca inevitablemente en la muerte.  

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Para intentar ejemplificar con creces este tópico del tempus fugit (de la fugacidad irremediable del tiempo que nos dirige irresolublemente hacia la muerte) debemos remitirnos a Luis Carrillo Sotomayor y a su soneto A la ligereza y pérdida del tiempo. En este poema nos sumergimos en la desolación que el poeta experimenta al intentar refrenar el transcurso del tiempo y, tomamos conciencia de su ligereza: 

 ¡Con que ligeros pasos vas corriendo!
¡Oh, cómo te me ausentas, tiempo vano!
¡Ay de mi bien y de mi ser tirano,
cómo tu altivo brazo voy sintiendo! […] (BLECUA, 1984: 271, vv. 1-4). 

El tiempo huye de nuestras manos, silenciosamente, como si de arena se tratara; nos esquiva de forma burlona, ya que es consciente de su poder y de la inferioridad del hombre. Los años se deslizan entre nuestros dedos: «¡Cómo de entre mis manos te resbalas!» (QUEVEDO: ed. cit.: 40, v. 1); la vejez y la muerte se nos aparecen cada vez más cerca: «¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!» (Ibid, v. 2). El hombre se vuelve consciente de la furia del tiempo que le humilla. Despierta en una pesadilla, ciego, aunque totalmente lúcido, ya que ahora conoce la cruda realidad: «huir te veo, y veo que he perdido» (BLECUA, 1984: 271, v. 14).

El poeta es conocedor de su trágico fin, percibe que el vivir es morir. Será don Francisco de Quevedo quien plasme con exactitud esta idea en sus versos: 

 ¡Oh condición mortal! ¡Oh dura suerte!
¡Que no puedo querer vivir mañana
sin la pensión de procurar mi muerte!
 Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana (vv. 9-14). 

Es la vida un pequeño sucedáneo de la muerte, y el tiempo, pues, nos llevará rápida e irremediablemente hacia la sepultura, hacia el sepulcro, hacia una muerte que ya es muerte incluso en el momento del nacer, confundiéndose ‘pañales y mortaja’. Ciertamente, esta sensación de inestabilidad terrena se verá reafirmada con la poesía de ruinas que, ante la contemplación de los logros de la humanidad en la más pura devastación, nos mostrará el desarraigo interior del poeta, creando un nuevo recurso en la poesía del Barroco. 

II. El carácter deíctico de las ruinas 

Las ruinas se convertirán en un tema muy importante en el siglo xvii, con ellas observaremos una especie de ‘deixis’ que proporciona verosimilitud o inmediatez al tema de la fugacidad terrena (evidentia, energeia). Las ruinas nos proporcionan una especie de verdad inquebrantable al observarlas: nada resiste la fuerza del tiempo. Las ruinas son ejemplo palpable de vacuidad: una forma de demostrar que el pueblo que construyó esos grandes templos, y que en su momento dominaba el mundo, ahora no es nada, e incluso sus majestuosas construcciones, en escombros, no hacen otra cosa que clamar el irremediable poder del tiempo que lo destruye todo. Luis Rosales y Emilio Orozco definen muy bien este tema de las ruinas: 

La belleza de las ruinas, no reside en que sean un elemento del paisaje, sino en esa sensación de que lo artificial, lo artístico, se incorpora a la naturaleza. Ante ellas sentimos ese proceso de tránsito, de asimilación que la naturaleza realiza convirtiendo lo artificial en material para su creación. Así, los poetas no sólo perciben este tránsito, este reincorporarse de la materia a su primer origen, sino que incluso lo destacan […] (OROZCO y ROSALES, «Temas y Tópicos», Historia y crítica de la literatura española. Siglos de oro: Barroco, l983: 673). 

Se produce una especie de interacción entre la naturaleza y las ruinas que no hacen más que confirmar que la obra humana es inestable y frágil ante la naturaleza y el tiempo. Ante las palabras de Orozco y Rosales, entresacamos la conjetura de que esta relación naturaleza-ruina lo único que representa es cómo se acrecienta esa sensación de inestabilidad terrena ya que todo se reincorpora a su primer origen, derrotando la naturaleza las construcciones humanas y volviendo ésta a recuperar lo que era suyo:

 

Aquéllas que los árboles apenas
dejan ser torres hoy, dijo el cabrero
con muestras de dolor extraordinarias,
las estrellas nocturnas luminarias
eran de sus almenas,
cuando el que ves sayal fué limpio acero.
Yacen ahora, y sus desnudas piedras
visten piadosas yedras:
que a ruinas y a estragos,

sabe el tiempo hacer verdes halagos 
[
GÓNGORA, Las Soledades, BEVERLEY (ed.), 1995: 85].
 

Ad meo arbitrio, uno de los textos barrocos que mejor puede definir la inquietud del Diecisiete y lo que de ella se trasluce es La Epístola moral a Fabio del capitán Andrés Fernández de Andrada. Esta composición de doscientos cinco versos nos muestra con creces esa visión tan barroca del no-trascendentalismo: Fabio está malgastando su tiempo intentando introducirse en la corte; el poeta aconsejará a su amigo que abandone tal pretensión y que viva la vida en el día presente, dejando atrás lo que le pueda deparar el futuro ya que la vida es un continuo morir. Podemos dividir esta composición en cuatro partes que corresponden a los cuatro vocativos que nos internan a un nuevo motivo. Siguiendo a Dámaso Alonso podemos ir más allá y configurar esta división:

 

1ª parte: (vv.1-114) se nos muestran una serie de argumentos para que Fabio cambie de vida y deje atrás sus pretensiones en la corte.

2ª parte: (vv.115-186) el poeta expone su forma de vivir la vida que es una manera de conseguir esa virtud tan anhelada.

3ª parte: (vv.187-201) el poeta le comunica a su amigo que esa manera de enfocar el vivir es totalmente posible.

4ª parte: (vv. 202-205) el poeta afirma que él lo está haciendo e invita a su amigo Fabio a que vaya a presenciarlo.   

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Esta composición lo que pretende es concienciar a Fabio de que su vida en la corte no es una manera correcta, ‘ética’, de pasar el poco tiempo que la existencia nos ofrece. El poeta intenta que Fabio se percate de lo efímero del vivir:
 

La Epístola va ascendiendo como por escalones: a los argumentos para que Fabio deje la condición de pretendiente y regrese al amor de sus tierras, han sucedido, ahora, pensamientos senequistas generales, sobre el pasar de todo y contra el estar intranquilo por el día de mañana [FERNÁNDEZ DE ANDRADA, Epístola moral a Fabio y otros escritos, ALONSO (ed.), 1993: 22]. 

El futuro no importa ya que el tiempo y la vida son efímeros, lo que realmente debe preocupar a Fabio es tomar una actitud ante la vida que lo transforme en un ser virtuoso (virtus); aunque esta virtud no es fácil de conseguir ya que estamos ante un proceso de aprendizaje. Lo realmente importante radica en que esta virtus es necesaria para vivir ya que la muerte llegará presta. El poeta debe sugerir a Fabio (y a la vez a nosotros lectores), de una forma totalmente plástica, la inestabilidad de la vida terrena y lo rápido que se desvanecen los triunfos personales: 

 Casi no tienes ni una forma vana
de nuestra grande Itálica, ¿y qué esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!
 Las enseñanzas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía, 
murieron, y pasaron sus carreras.
[…] (FERNÁNDEZ DE ANDRADA, op. cit.: 76-77). 

Así pues, el poeta haciendo mención de  las grandes civilizaciones del pasado, a aquellas portentosas naciones que todo lo dominaban, nos hace partícipes de la desolación que se produce en su interior al observar que nada puede vencer a la muerte, ya que estas civilizaciones poderosas «murieron, y pasaron sus carreras». De este modo, el poeta nos conciencia de lo pasajeros que son los triunfos de la vida.

En La Epístola moral a Fabio sólo hemos presenciado una pequeña mención a Itálica y a su desaparición. Hallamos, entre otras muchas, composiciones como «A las ruinas de Itálica» de Juan de Arguijo, «A Itálica» de Pedro Quirós o «A las ruinas del anfiteatro de Itálica» de Francisco de Rioja, en las que la imagen devastada de la ciudad se entiende como una efigie antropomórfica que simboliza la tumba y el cadáver, acentuando la idea del tiempo corrosivo y de la muerte. Con todo, el Prof. José Lara Garrido amplía la definición, introduciendo el concepto de la «fusión anímica». Por esta parte, debemos entender la identificación que se establece entre el poeta y los signa de un idéntico destino que se revela frente a las ruinas y se interpreta hacia la caducidad humana. En composiciones como «La canción a las ruinas de Itálica», de Rodrigo Caro, presenciamos el total desarraigo del poeta ante la devastación que el tiempo ha producido en la ciudad que, ahora, es un amasijo de ruinas. El poeta se dirige a un interlocutor llamado, curiosamente, Fabio al que le muestra esas ruinas que antaño fueron la gran Itálica, cuna del poder y de la sabiduría. Ciudad que en su tiempo dominó el mundo, ciudad que: «De su invencible gente / sólo quedan memorias funerales» (BLECUA, 1984: 148, vv. 9-10). Este hecho entristece al poeta ya que si algo tan poderoso como la ciudad de Itálica ha desaparecido, se ha convertido en ruinas, él, simple mortal, desaparecerá rápidamente de este mundo, abandonando la vida que tantas penas le conlleva. El poeta está ante la cruda realidad de la vida, frente a las ruinas se conciencia de que él es un simple peregrino, de que su vida es un rápido caminar por este mundo que no es morada. El poeta llora su suerte y quiere que nosotros lectores, al igual que Fabio, seamos lúcidos ante la devastación que nos espera: 

 Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas,
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias, que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados […]. (vv. 52-58) 

El poeta se siente impotente ante la devastación que el tiempo ejerce, convirtiéndolo todo en pasajero, en efímero, en ‘deleznable’. No es sólo la inmensa y poderosa Roma la única que se ha visto afectada por la inestabilidad temporal, nada se salva: Troya, Atenas son: «hoy cenizas, hoy vastas soledades: / que no os respetó el hado, no la muerte» (vv. 66-67). En definitiva, lo que el poeta nos muestra es la destrucción de una civilización y la nostalgia que a él le supone el observar tan deplorable hecho.

En «A las ruinas del anfiteatro de Itálica», de Francisco de Rioja, es el anfiteatro quien toma el papel representativo de la civilización y los logros de esta ciudad. Al igual que en la anterior composición el anfiteatro se nos presenta en ruinas, devastado por la fragilidad de su construcción en comparación con la resistencia del tiempo: 

Estas ya de la edad canas rüinas,
que aparecen en puntas desiguales ,
fueron anfiteatro y son señales
apenas de sus fábricas divinas (BLECUA, 1984: 247, vv. 1-4). 

El pretérito indefinido del tercer verso, «fueron», toma un carácter más preciso ya que nos remite a algo que pasó, que en estos momentos está perdido en la nada o lo que es peor, en este momento se ha convertido en ruinas. Esta composición es quizás menos trágica ya que el poeta no nos embarga de un pesimismo tan crudo, como sí lo hacía Rodrigo Caro. Aquí Rioja sigue desarrollando el tema de la inestabilidad temporal que ya hemos observado a lo largo de estas páginas. El poeta se siente miserable, sensación que en la composición de Caro quizá no nos llegaba tan explícitamente. Ahora el poeta nos lo aclara con un vocativo: 

 ¡Oh, a cuan mísero fin, tiempo, destinas
 obras que nos parecen inmortales! […] (vv. 5-6).
 

Este «mísero», que me he permitido emplear en cursiva, se refiere al fin que el tiempo destina a aquellas obras humanas que a nosotros nos parecen imperecederas; pero a la vez, creo yo, se refiere al mismo hombre que como obra imperfecta de Dios carece de la perfección de la inmortalidad y es, incluso, más frágil que aquellas grandes ciudades y civilizaciones ahora olvidadas. A su vez, Rioja nos muestra en su soneto esa comunión entre la naturaleza y las ruinas, una comunión en la que las ruinas se convierten en ese ser parasitario que es devorado por la inmensidad de su huésped: 

 Y ya el fasto y la pompa lisonjera
de pesadumbre tan ilustre y rara
cubre hierba y silencio y horror vacío (vv. 12-14).
 

La naturaleza en este caso se convierte en una especie de trasunto literario del tiempo, entre ambos se establece una relación de retroalimentación ya que la naturaleza gana en inmensidad gracias al paso del tiempo. Éste, simultáneamente, merced a dicha inmensidad, vence al hombre destruyendo las construcciones que él creía imperecederas, demostrándole una y otra vez lo inestable que es la vida. La naturaleza no es, pues, ese locus amoenus que presenciábamos en el Renacimiento. Estamos ante una naturaleza que al poeta le causa «horror»; es una naturaleza que se asemeja al «silencio», un silencio equiparable al del sepulcro. Es una quietud que nos confirma aquello que nuestros ojos observan: devastación y muerte.  

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En la «Epístola a Lucas de Soria», del poeta Hernando de Soria Galvarro, este «silencio» observa «mudo» aquella Itálica majestuosa cuyo anfiteatro aún «conserva rastros de alta majestad latina» (
LARA GARRIDO, 1983: 392.). Aquí la naturaleza recibe el epíteto de «vil» ya que está emponzoñando aquellas ruinas que una vez fueron tan admiradas y que ahora son refugio de «alguna solitaria cabra» que va a pacer entre ellas. Donde antes luchaban por su vida fieros gladiadores ahora van a pacer rumiantes, cosa que a aquél que observa le resulta desolador y no hace más que confirmarle que está contemplando su mudo sepulcro.
 

III. « A Roma sepultada en sus ruinas »: Quevedo y la poesía de ruinas 

La última composición que voy a comentar para acabar de configurar la idea que estoy ofreciendo sobre la poesía de ruinas pertenece a don Francisco de Quevedo. Este autor, como hemos podido observar en alguna de las anteriores citas a su obra, incorpora a su propia existencia las ideas de tiempo y muerte. Esta característica es profundamente remarcada por José Manuel Blecua, quien ve lo original y auténtico de la poesía de Quevedo: 

en algo muy elemental: en haber convertido en carne y en sangre esas ideas [en haber vivido la teoría estoica], en haberlas hecho suyas con toda pasión y angustia. Lo que en un Góngora, por ejemplo, se ve como producto de la época, como el tópico que todos manejan se percibe en Quevedo como original, es decir, como verdadero, como vivido con toda la angustia (BLECUA, 1968: C). 

Este fragmento que acabamos de citar lo podemos llevar a la práctica comparando dos obras como el soneto «A Córdoba» de don Luis de Góngora y el «Salmo XVII» de don Francisco de Quevedo. La primera composición, sin dejar de ser excelente, carece de esa sinceridad que tanto caracteriza a Quevedo, tornándose en un simple juego retórico y en una simple recreación del tópico, ya, tan manido. En cambio, el soneto de Quevedo nos transmite la profundidad del alma desgarrada ante la contemplación de las ruinas que, en esta ocasión, no son otras que las de la propia patria del poeta: 

 Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados, 

por quien caduca ya su valentía […]
(QUEVEDO, ed. cit., 37, vv. 1-4).
 

El tiempo es de nuevo el causante del desmoronamiento, aunque ahora la ruina ante la que está el poeta es su propio cuerpo, «su patria mía» que al igual que aquellas grandes ciudades se desmorona por causa de la acción del tiempo. La vejez acucia al poeta allí por donde pasa, junto a todos los objetos que le pertenecen: 

vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos 
que no fuese recuerdo de la muerte (vv. 12-14). 

De nuevo la muerte se convierte en el punto que cataliza la existencia humana y el desarraigo del poeta y, en general, del hombre.

Como último apunte sobre la poesía de ruinas creo conditio sine qua non dar entrada al soneto de Quevedo «A Roma sepultada en sus ruinas». Este poema bebe de un precioso soneto de Joachim Du Bellay y, a su vez, sirve de ejemplo a un soneto posterior de Gabriel Álvarez de Toledo y a la poesía de tradición barroca que se produce en el siglo xviii. Los sonetos de Quevedo y de Du Bellay, como apunta el Prof. Sebold, poseen una gran similitud tanto en el plano estilístico como en el plano temático: 

La deuda de Quevedo con Du Bellay es evidente por muchos detalles estilísticos y temáticos del poeta barroco español, sobre todo por los primeros versos del primer cuarteto, por el simbolismo del Tibre y por la idea de la fugacidad de las cosas humanas, expresada, igual que en el modelo francés, en el segundo terceto del soneto español (SEBOLD, 1989: 223). 

Aunque si afilamos un tanto nuestro juicio, podemos desvelar un nuevo parangón intertextual un tanto más alejado en el continuum temporis al soneto de Du Bellay: se me antoja que estos dos sonetos beben de una fuente anterior, de un epigrama latino de Janus Vitalis que recogeré para abrir un poco más el abanico comparativo: 

 De Roma
Qui Roman in media quaeris novus advena Roma,
et Romae in Roma nil reperis media,
aspice murorum, praeruptaque saxa, 
obruptaque ingenti vasta theatra situ.
Haec sunt Roma: viden velut ipsa cadavera tantaae
urbis adhuc mundum, nixa est se vincere: vicit,
a se non victumne quid in orbe foret.
Nunc eadem in victa Roma illa sepulta est?
Atque eadem victrix, victaque Roma fuit.

Albula Romani restat nunc nominis index,

qui etiam rapidis fertur in aequor aquis.
Disce hinc possit Fortuna: immota labascunt,
et quae perpetuo sunt agitata manent. 

Este soneto adquiere una gran difusión gracias a su ejemplar estructura de una perfectísima simetría y por su universalidad lingüística. Podemos observar que en los tres sonetos la disposición estructural es la misma, estando en los tres asistiendo a los lamentos que una persona profiere al contemplar con tristeza las ruinas. Lo que encuentro más destacable de la versión latina es el último verso del segundo cuarteto, donde la pregunta que el poeta clama a los cielos: «Nunc eadem in victa Roma illa sepulta est?», produce una especie de escalofrío en el lector. Con este emotivo verso, el poeta resume perfectamente todo aquello que en el soneto puede enunciar y, a la par, se resumen magistralmente las versiones posteriores de Du Bellay y de Quevedo: «Ahora, ¿aquella invencible Roma permanece sepultada?». Sí, ésta es la reflexión que obtenemos al leer los tres sonetos: aquella Roma, fuerte, vencedora en mil batallas, ahora, permanece sepultada por el paso del tiempo que todo lo vence.  

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          A tenor de dichas circunstancias, «Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!» puede funcionar como resumen de todo lo que hasta aquí he estado proponiendo en cuanto a temas y tópicos de la poesía de ruinas. En el primer verso del soneto aparece una invocación a Roma y a la búsqueda que este peregrino, trasunto del ser humano, está realizando. Este peregrino realiza una doble función en este soneto, puesto que «significa tanto el mediato contemplador de las ruinas como el hombre en la dimensión transitoria y fugitiva que refleja el devenir inexorable de su obra, por grande y hermosa que sea» (LARA GARRIDO, 1983: 382). Pero estas ruinas, esta ciudad majestuosa que antaño tantos triunfos obtuvo, no se hallan, se encuentran perdidas en la oscuridad de su propio sepulcro:
 

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,

y tumba de sí propio el Aventino (QUEVEDO,
ed. cit., 89, vv. 1-4).
 

El tercer verso de este primer cuarteto es el que, en mi opinión, resulta más macabro, ya que, ahora, Quevedo no hace una simple alusión a la muerte sino que nos muestra un ‘cadáver’ que puede recordarnos al despojo que aparece en el lienzo Finis gloria mundi de Valdés Leal, antes comentado. Este es un cuerpo putrefacto sobre el que la muerte ha pasado su huesuda mano sin ningún tipo de distinción, resultando del todo grotescos los atavíos que el muerto viste: ropas que en un tiempo fueron señoriales y majestuosas como las murallas de la impetuosa Roma y que ahora no son más que ruinas.

Roma es una ciudad invicta que sólo ha perdido una batalla: la que ha librado con el tiempo, de la que ha resultado vencida y magullada, tornándola ruinas. Sólo el Tibre resta, regando la sepultura que es, ahora, la ciudad: 

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura
la llora con funesto son doliente (9-11)

En este primer terceto Quevedo nos acaba de introducir en la visión que este peregrino tiene: «Roma está sepultada en sus ruinas». El tiempo la ha llevado a este deplorable estado en el que se encuentra, él ha hecho de Roma lo mismo que hace con nosotros: la ha llevado presta a la sepultura, a la muerte.

Del mismo modo, el último terceto es una perfecta recreación del tema neoestoico del no-trascendentalismo. El peregrino invoca a Roma sin esperar respuesta ya que toda la grandeza de la ciudad se ha desvanecido, como se desvanece todo en esta realidad tan inestable y fugaz: 

¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura (12-14). 

Este soneto a mi parecer puede funcionar como soneto programático, pues, claro está que funciona como punto intermedio en este eje de las abcisas que configura una serie de composiciones que retoman el mismo tema y que, en algunos casos, se asemejan más que por casualidad. Es del todo factible esta función programática de este soneto en la mayor parte de la poesía de ruinas, ya que en él aparecen los temas más recurrentes que esta corriente recrea: fugacidad terrena e irremediabilidad del tiempo, impasibilidad de la muerte y asimilación antropomórfica entre el hombre y el fin que les depara el tiempo a sus obras más hermosas.

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          Dicho soneto de Quevedo influye y sirve de ejemplo a Álvarez de Toledo en su composición «A Roma destruida»:
 

Caíste, altiva Roma, en fin caíste,
tú, que cuando a los cielos te elevaste,
ser cabeza del orbe despreciaste,
porque ser todo el orbe pretendiste.
 Cuanta soberbia fábrica erigiste,
con no menor asombro despeñaste,
pues del mundo en la esfera te estrechaste,
¡oh Roma!, y sólo en ti caber pudiste.
 Fundando en lo caduco eterna gloria,
tu cadáver a polvo reducido,
padrón será inmortal de tu victoria;
 porque siendo tú sola lo que has sido,
ni gastar puede el tiempo tu memoria,
ni tu ruina caber en el olvido.
 

La visión que se nos muestra en este soneto está un poco alejada de la que don Francisco o Du Bellay recreaban en sus composiciones. No se pone en duda en ningún momento el poder que el tiempo ejerce sobre la vida humana, aunque sí se matiza un tanto. Lo que creo más destacable de este soneto son los dos tercetos que plasman esta nueva idea sobre el tiempo: aunque Roma caiga por acción del tiempo y sus construcciones se tornen en polvo, la grandeza de la ciudad restara en nuestra memoria. Este nuevo siglo ilustrado otorga un nuevo enfoque a la poesía de ruinas dando entrada a la memoria y a la racionalidad, siendo ésta, ­la Razón, la que ahora tome las riendas de la poesía. 

IV. Conclusión 

Con todo, observamos frente a estas composiciones lo que hemos anunciado mucho más arriba: las ruinas se convierten en un tema recurrente para la poematización del Diecisiete. Se establece un paralelismo entre estas ruinas antropomorfizadas y el destino del hombre. Las ruinas, pues, son el topoi perfecto para plasmar este estado de ‘desengaño’ ante la realidad y ante la vida misma. Esta relación antropomórfica entre ruinas y poeta queda de manifiesto en el último terceto de una composición de Martín de la Plaza: 

 A Roma
Peregrino que en medio della, a tiento
buscas a Roma, y de la ya señora
del orbe, no hallas rastro: mira y llora
de sus muros por tierra el fundamento.
Arcos, termas, teatros, cuyo asiento 
cubre yerba, esto es Roma ¿ves ahora
como aun muerta respira vencedora
las amenazas de su antiguo aliento?
Triunfó del mundo y porque no quedara
algo en él por vencer, venciose y yace,
quedando el Tibre que su gloria hereda.
Dela Fortuna en el poder repara:
aquella que era firme se deshace,

y aqueste, que se mueve, firme queda (Segunda parte de las Flores de poetas ilustres de España, ordenada por D. Juan Antonio Calderón
, QUIRÓS DE LOS RÍOS y RODRÍGUEZ MARÍN (edd), 1896: 129).
 

Aquella Roma «firme», vencedora, se deshace, mientras el poeta, «que se mueve», quedara firme en el momento de la muerte, refiriéndose, en mi opinión, el epíteto «firme» al rigor mortis. La muerte, pues, nos asemeja mucho más de lo que creíamos a esas ruinas que hemos estado contemplando puesto que al morir somos como esos monumentos: firmes, fríos, derrotados. Después del siglo ilustrado, el Romanticismo dio una nueva dimensión a la poesía de ruinas con su poética de exaltación a la libertad, de rebelión del individuo ante aquello que le rodea. Los románticos crean un nuevo mundo para refugiarse de la realidad que les envuelve; este será un mundo que beberá en lo medieval, con lo que las ruinas tomarán un nuevo carácter: un tono más místico y menos ascético. La naturaleza será vista como un ser titánico que empequeñece al hombre, siendo las ruinas un elemento que intenta vencer la grandiosidad de la naturaleza y que recuerda, al poeta aquellos que, como él, antes estuvieron ahí. Las ruinas en el Romanticismo se verán como refugio de fantasmas y criaturas infernales como podemos observar en la narración El Monte de las Ánimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Así pues, la visión estoica de la vida y la fugacidad terrena que tanto caracterizaban a la poesía de ruinas desaparece con el fin de siglo, metamorfoseándose este recurso de las ruinas en el Romanticismo en una visión misteriosa de la realidad y de la naturaleza. 

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