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Cumpleaños

  Nombre del Autor: Alexis Márquez Rodríguez

Bandera de Venezuela

grealemar@cantv.net

Palabras clave: ciudad - cumpleaños - Sabaneta

Minicurrículo: Professor de espanhol e literatura. Professor da Universidad Central de Venezuela durante 25 anos. Jornalista. Colunista do diário «El Nacional», de Caracas, desde 1946. Membro da Academia Venezuelana da Língua.  Escritor, crítico literário.

ResumoDomingo, 1 de julho, a cidade de Barinas, capital do  estado do mesmo nome, completou 25 anos de fundação. Aí nasci em um de seus municípios, Sabaneta. Por esse motivo, o Prefeito e a Prefeitura me convidaram como orador de orden na sessão solene celebrada nesse dia no Teatro Orlando Araujo

Resumen: El domingo 1 de julio se cumplieron 425 años años de la fundación de la ciudad de Barinas, capital del estado del mismo nombre, en uno de cuyos municipios, Sabaneta, nací. Con ese motivo, el Alcalde y el Ayuntamiento me invitaron como orador de orden a la sesión solemne que se celebró ese día en el Teatro Orlando Araujo

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He aquí que las ciudades también cumplen años, como las personas. Nos congrega esta mañana, en esta hermosa tierra llanera, la conmemoración  del cuatricentésimo vigésimo quinto aniversario de la fundación de la ciudad de Barinas por el capitán don Andrés Varela. Son cuatro siglos y cuarto de un pueblo que se ha distinguido en la historia por su pujanza, por su laboriosidad, por la personalidad recia y austera de sus habitantes, por su sentido poético de la vida, y, sobre todo, por su infinito e imperturbable amor a la libertad. De todo eso está llena la historia barinesa. Hombres y mujeres han nacido y vivido en esta tierra que, en su seno o fuera de ella, han dado muestras elocuentes de todas esas virtudes. Próceres militares y próceres civiles barineses han exaltado su gentilicio y dado gloria y lustre a su patria chica. Y Barinas, como ciudad, como pueblo y como cabeza de una región ha ocupado un puesto importante en la historia venezolana.

No ha sido un transcurso fácil ni siempre risueño. Venezuela toda, desde 1830, superada la etapa de la guerra emancipadora, ha vivido una historia dura, plena de dificultades y de obstáculos en la búsqueda afanosa de su desarrollo, de la paz necesaria para la libertad, el progreso y el hallazgo maravilloso de la felicidad. Acaba de concluir un siglo que ha sido, en cierto modo, el de mayor carga de frustración y de amargura de nuestra historia. Un siglo incompleto, por cierto, puesto que, como bien dijera un insigne merideño, Mariano Picón Salas, el siglo XX venezolano comienza en 1936, a raíz de la muerte de Juan Vicente Gómez, erigido durante veintisiete años en verdadero muro de contención que impedía la entrada a nuestro país de los aires del nuevo siglo. Hasta ese año, poco más de un tercio del siglo, la vida venezolana fue una prolongación del siglo XIX, bajo la bota montañera de Castro y, sobre todo, de Gómez.

Un siglo, el XIX, convulso, signado por el latifundio como funesta institución económica y social, el hombre de presa y el caudillo como engendros monstruosos de las relaciones de producción semifeudales, y las  guerras civiles como resulta del maridaje entre el latifundismo y el caudillismo primitivo funestamente proyectados en la vida política. Pero el siglo XIX fue la secuela inevitable de la violencia y de la ruina que caracterizó nuestra guerra de independencia, única vía de poner fin al dominio imperial de España sobre nuestros pueblos. Mal podíamos esperar los venezolanos que, dominado el país hasta bien entrado ese siglo por los mismos caudillos que habían luchado en la guerra, y que ahora velaban principalmente por sus intereses personales, gobernasen en paz quienes se habían formado en los campos de batalla, sin luces que no fuesen las del fogonazo de los cañones, al ritmo de la metralla y acuciados por la lanza y el machete, muchas veces luchando más por sus instintos y ambiciones, que por los principios ideológicos que la mayoría de los combatientes, o bien desconocían,  o bien no los sentían como suyos. Aquél era el precio, amargo e implacable, que teníamos que pagar por el derecho a ser soberanos y libres de toda dominación extranjera. ¿Qué más podíamos pedir? La guerra de independencia fue necesaria, mejor aún, inevitable, pero en buena medida fue también una inmensa frustración, pues nada de lo que esperábamos de ella se logró, salvo, desde luego, la propia independencia. El mismo Libertador lo dijo, en palabras rebosantes de amargura y decepción, en enero de 1830: "Me ruborizo al decirlo: la libertad es el único bien que hemos adquirido, a costa de los demás".

Pero, muerto en su cama, y de muerte natural, el último de aquellos caudillos primitivos que nos trajo la ya lejana resaca de la guerra, y llegados por fin al siglo XX cuando éste ya era viejo de tres décadas y media, bienvenida era la hora de confiar en la inteligencia, y de dedicarnos a construir la paz, la prosperidad, el progreso, con el esfuerzo de todos, cada quien libre de creer o no creer, de profesar una ideología u otra, o de no profesar ninguna, pero conscientes de que todos, sin excepción, podíamos aportar una idea o un esfuerzo para la construcción del país que soñábamos, y al cual teníamos derecho; para el fortalecimiento de sus instituciones maltrechas por las décadas de violencia, o para la creación de aquéllas que no existían, porque no habían existido nunca, o porque el incendio de la guerra las había reducido a escombros y cenizas.

1936 debía marcar, pues, y de hecho marcó el comienzo de la construcción de una democracia estable y próspera. La democracia no se edifica en un día,  ni es la obra de una persona, por meritoria que ésta sea, ni de un partido, por más luminosos que sean sus dirigentes y aguerridos sus militantes. Es una necedad pretender hallarle un padre a la democracia. El verdadero padre de la democracia es el pueblo que se la da a sí mismo, no de la noche a la mañana,  no en la periódica concurrencia a las mesas electorales, ni menos aún en la degradada y azarosa aventura de un golpe militar, o civil, o cívico-militar.

 

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Las elecciones son un medio, no un fin, y no basta con votar cada cinco o seis años para poder decir que tenemos democracia, porque la voz del pueblo, contrariamente al conocido aforismo, no siempre es la voz de Dios, y tras ella muchas veces se escuda la voz del diablo. El pueblo puede equivocarse en su concurrencia a las urnas electorales, como, de hecho, muchas veces se ha equivocado en la accidentada historia de nuestra democracia.

También  el golpe militar, civil o cívico-militar, puede ser un instrumento idóneo, como punto de partida para construir la democracia. Así lo fue el 23 de enero de 1958, cuando la furia incontenible del pueblo insurrecto de Caracas indujo a las Fuerzas Armadas a derrocar al villano dictador, que esa madrugada gloriosa huyó despavorido ante la contundencia de los hechos. Pero el golpe, cualquiera que sea su naturaleza y su intención, es también azaroso y erizado de riesgos, y sólo puede justificarse cuando, cerrada ya toda otra alternativa, se trate de derrocar una tiranía, para sustituirla rápida y eficazmente por un gobierno legítimo y democrático.

Eleazar López Contreras, quien hereda el poder del zamarro dictador de La Mulera, su jefe y mentor por largos años, un poder, sin duda, omnímodo, era, no obstante, un demócrata a su modo. El gobierno que recibe era, realmente, una dictadura maquillada con instituciones republicanas. Pero el curtido general, cuyos soles había ganado en las montoneras y en los campos de batalla, en lugar de perpetuar el despotismo andino, prefirió una apertura democrática que es preciso reconocer. Apertura democrática tímida y asustadiza, es verdad, frágil y acomodaticia. Pero apertura al fin, con altibajos y más claudicaciones de lo deseado, aunque capaz de tolerar algunas manifestaciones de verdadero fervor popular. Ese fue, se ha dicho muchas veces, el gran mérito de López Contreras, que al continuismo dictatorial prefirió el paso de avance hacia la democracia, plasmado sobre todo en el respeto a la alternabilidad del poder. No es válido juzgar a los hombres ni los hechos históricos por lo que pudieron ser y no fueron. Si López Contreras no prolongó la tiranía gomecista porque no quiso, o porque no pudo, es un dilema que nunca se podrá dilucidar. Lo cierto es que tuvo gestos de desprendimiento, como el de acortar el período presidencial y no optar, al vencimiento del suyo, por la reelección. Y gobernó abroquelado en su carácter de demócrata a su manera, de esos que reconocen los derechos del pueblo, pero no como privilegios consustanciales con la mera condición humana, sino como dádivas del gobernante bondadoso y paternalista a los gobernados que se porten bien, en premio por su buen genio y su cordura.

Isaías Medina Angarita fue un militar que colgó el uniforme el día que entró en el Palacio de Miraflores. Gesto de un profundo simbolismo, porque quería significar el fin del militarismo en el ejercicio del gobierno en Venezuela. No en balde Medina Angarita fue el primer militar venezolano de formación académica que llegó a la Presidencia de la República. Sus principios democráticos, más amplios y modernos que los de su antecesor y mentor López Contreras, aunque todavía  con alguna timidez y no pocas vacilaciones, le proporcionaron a Venezuela el  gobierno  más democrático de toda su historia, un verdadero hito en nuestro devenir republicano. Hubo bajo su presidencia importantes reformas, destinadas sobre todo a garantizar una mayor participación de los venezolanos en el negocio de la explotación petrolera.  E igualmente se inició un gran esfuerzo tendiente a implantar un sistema educativo moderno, que ampliase al máximo posible las reformas que en el campo de la educación se habían iniciado bajo el régimen de López Contreras, cuando por inspiración de Mariano Picón Salas, recién llegado de un largo exilio en Chile durante el despotismo gomecista, vinieron dos misiones pedagógicas chilenas, una uruguaya y una cubana, que introdujeron en nuestro país los aires frescos de la pedagogía más avanzada de su tiempo, y dejaron sólidas instituciones aún activas y fundamentales en el sistema educativo venezolano, como el Instituto Pedagógico Nacional, el Liceo de Aplicación y la Escuela Experimental Venezuela, entre otras. Asombra ver cómo hoy mismo, las mejores edificaciones escolares en todo el país, por la solidez de sus estructuras, por la amplitud de sus espacios, por su funcionalidad pedagógica y aun por la elegancia y belleza de su diseño arquitectónico, siguen siendo las que se construyeron dentro del plan que al efecto se inició en el gobierno de Medina Angarita, por la iniciativa y la especial dedicación de uno de los mejores ministros de educación que hemos tenido, como fue el Dr. Rafael Vegas.

 

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Pero en 1945 el militarismo volvió por sus fueros. Una de aquellas vacilaciones en la gestión de Medina Angarita, el no haber propiciado el sufragio universal para la elección del presidente de la república, sirvió de pretexto para que un grupo de militares jóvenes, cubriendo sus apetencias de poder bajo la coartada del interés patriótico y las ansias de modernización del país, revivieran el viejo militarismo y reivindicaran el derecho de las Fuerzas Armadas de ser el árbitro de la política venezolana.

Ya es tiempo de desmontar la vieja patraña de que en 1945 Isaías Medina Angarita fue derrocado por un movimiento cívico-militar. Lo que ocurrió aquel nefasto 18 de octubre fue un golpe militar, cuidadosamente organizado y puesto en acción exclusivamente por un grupo de oficiales jóvenes, quienes llegado el momento tuvieron la habilidad de pedir el apoyo de un político igualmente joven,  prestigioso y de cuya ambición había sobradas muestras, Rómulo Betancourt, jefe de un partido minúsculo, aunque ya bastante bien organizado. Pero en el golpe la participación civil fue ínfima, y más que todo simbólica, como respaldo moral que los militares necesitaban para justificar la asonada contra un gobierno civilista y democrático. Betancourt, haciendo galas ya de su proverbial y zorruna habilidad política, apenas compartió con dos o tres de sus compañeros en la dirección del partido Acción Democrática su compromiso con los militares conjurados. De tal modo que la militancia de ese partido fue una de las primeras sorprendidas, junto con el resto del pueblo venezolano, por la asonada del 18 de octubre de 1945. Sólo después, a raíz del derrocamiento del gobierno, cuando ya estaba consumado, la militancia accióndemocratista se sumó, haciéndose pasar por actora de primera línea, cuando en realidad no era sino comparsa de reparto, a lo que inmediatamente,  con audacia tan pomposa como embustera, llamaron la gloriosa Revolución de Octubre.  

Lo que hubo, pues, el 18 de octubre de 1945 no fue sino un golpe militar. Y la prueba es que, tres años después, los mismos conjurados contra Medina dieron un segundo golpe, ahora contra el gobierno democráticamente elegido de Rómulo Gallegos, esta vez sin pedir, porque no lo necesitaban, el apoyo civil. El 24 de noviembre de 1948, con el derrocamiento de Gallegos se reveló el verdadero carácter del golpe del 18 de octubre de 1945.

En 1948 los militares golpistas no necesitaron el apoyo civil como cobertura que los justificase, porque los tres años de gobierno acciondemocratista, dos años y cuatro meses bajo la Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Betancourt, y los ocho meses restantes bajo la presidencia de Rómulo Gallegos, bastaron para hundir la democracia civil en el más hondo desprestigio. La arrogancia, la agresividad verbal y física, la intolerancia, el escarnio del disidente, el empeño de ver como enemigo a todo discrepante,  las invasiones de tierras urbanas y rurales, las agresiones a los medios de comunicación, todo ello ejercido y/o fomentado desde el gobierno mismo, hasta por el propio Betancourt desdoblado en jefe de estado y jefe de su partido; el sectarismo partidista puesto en práctica en todos los ámbitos de la vida nacional; la agresión callejera, practicada contra todo el que se opusiese al gobierno, fuese individualmente o a través de los partidos; el sabotaje armado de las manifestaciones políticas de la oposición, con la cabilla erigida en símbolo tortuoso; la impunidad ante los atropellos y desmanes perpetrados por funcionarios civiles y militares; la pésima calidad de los servicios públicos; la práctica aberrante de las torturas contra presos comunes y/o políticos; la supervivencia de la corrupción administrativa, el soborno, el cohecho y el saqueo del tesoro público, que nos venían del siglo XIX y aun desde más allá; todo ello configuró un estado de descomposición y de indignación tal, que cuando los militares depusieron a Gallegos no hubo un solo gesto de oposición, ni un solo intento de defender el gobierno caído, y hasta se puso de moda decir: "Yo no me alegro, pero me entra un fresquito".

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La dictadura perezjimenista retrotrajo al país a los tiempos oscurantistas de Juan Vicente Gómez, a despecho del relumbre de los vistosos uniformes militares de gala, que disfrutaba llevando el dictador, en contraste con las austeras blusas de dril del tirano de La Mulera. Pérez Jiménez puso énfasis en destacar que el suyo era un gobierno de las Fuerzas Armadas. Y en nombre de ellas atropelló, reprimió, torturó, asesinó y saqueó las riquezas de la Nación. En  efecto, fueron cuatro las patas que sostuvieron la vesánica dictadura: las Fuerzas Armadas, la Seguridad Nacional, Fedecámaras y a Iglesia Católica. En nombre de las Fuerzas Armadas se dio el golpe incruento contra Gallegos y se constituyó el nuevo gobierno usurpador. La Seguridad Nacional, la más tenebrosa policía política que hemos conocido en Venezuela, instauró el secuestro, la tortura y el asesinato como sistema, y sostuvo el régimen mediante el terror. Fedecámaras respaldó abiertamente la caída de Gallegos y apoyó la dictadura desde su comienzo y casi hasta el final. La Iglesia Católica bendijo las atrocidades de la tiranía, hasta el punto de mantener un altar en la propia sede de la Seguridad Nacional, donde se oficiaba misa todos los domingos y en las fiestas religiosas, en el mismo lugar donde se torturaba todos los días y se mantenían los calabozos llenos de presos en condiciones infrahumanas. Hasta las veneradas vírgenes  patronas de pueblos del interior, la llanera Coromoto, la Chinita maracucha, la Virgen del Valle margariteña, eran llevadas una cada año a Caracas, a presidir, junto con el Arzobispo, jefe de la Iglesia, los grotescos carnavales de la llamada Semana de la Patria.

Fue ya en 1957, cuando la dictadura comenzó a dar señales de debilidad y empezaba a entreverse indicios de una posible crisis económica, hasta el punto de que la dictadura tuvo dificultades para pagar sus deudas a la industria y el comercio, todo ello agravado por el creciente malestar en toda la población, que el empresariado afiliado a Fedecámaras le retiró el apoyo al dictador, y la Iglesia Católica, presidida por un nuevo Arzobispo, Monseñor Arias Blanco, que era hombre de convicciones democráticas y verdaderamente cristianas, denunció, en su famosa Pastoral del 1 de mayo de ese año, las miserias y atropellos de la dictadura. Fue el principio del fin. La oposición democrática, formada por los partidos Comunista, Acción Democrática, Copei y Unión Republicana Democrática, más densos sectores independientes y algunos oficiales de las Fuerzas Armadas opuestos a la dictadura,  atrincherados todos en la Junta Patriótica, organizaron las acciones que finalmente dieron al traste con la tiranía perezjimenista, el 23 de Enero de 1958. Ese día, las Fuerzas Armadas, presionadas por la insurrección del pueblo de Caracas declarado en huelga general, derrocó al tirano.

La restauración de la democracia, en 1958, abrió una nueva etapa en la historia contemporánea de Venezuela. El pueblo recuperó sus libertades, perdidas diez años atrás por los graves errores del partido entonces gobernante, cegados sus dirigentes y militantes por el sectarismo mesiánico que los hizo creer que estaban haciendo una auténtica revolución, cuando no pasaban de elementales reformas político-sociales, lo que sirvió de pretexto a los mismos militares ambiciosos de 1945 para dar el golpe contra Gallegos. En 1958 se inició, pues, un lento proceso de recuperación de las instituciones democráticas.

Desgraciadamente, el balance, al cabo de más de cuatro décadas de   democracia, no es todo lo favorable que debió y pudo haber sido. No todo ha sido negativo, por supuesto. A los últimos cuarenta y tantos años de nuestra historia debemos algunos beneficios indudables. El esfuerzo que a partir de 1958 se hizo por extender y mejorar los servicios de la educación fue realmente admirable. En poquísimo tiempo se duplicó el presupuesto dedicado a la educación, y se incrementó enormemente la matrícula escolar. Se crearon centenares de nuevas escuelas y liceos, y se formaron miles de nuevos maestros y profesores. En 1958 había en todo el país apenas tres universidades oficiales y dos privadas, recién abiertas. En pocos años se sembraron universidades, colegios universitarios e institutos tecnológicos en todo el país, que hoy forman una vasta red de varias decenas de planteles de educación superior. Se revitalizó el sistema hospitalario. Se construyeron miles de kilómetros de carreteras y autopistas. Se continuó y amplió considerablemente el sistema hidráulico de Guayana. Se construyeron represas. En un reportaje publicado en 1998, en el diario El Nacional, el periodista Jesús Sanoja Hernández demostró con cifras irrefutables que, en los primeros diez años de democracia la construcción de obras públicas fue mucho mayor que todo lo construido en los diez años de la dictadura.

Otras realizaciones importantes fueron la nacionalización del petróleo y del hierro; la creación del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), antecesor del actual Consejo Nacional de la Cultura (CONAC); la creación de Monte Ávila Editores; la creación de la Biblioteca Ayacucho, de la Fundación Casa de Bello, de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG); la creación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber; la creación  de la Galería de Arte Nacional; del Museo Jacobo Borges; de muchos otros museos en Caracas y en diversas ciudades del interior; la creación de las orquestas juveniles desparramadas por todo el territorio nacional; la creación de la red nacional de bibliotecas públicas, que abrió bibliotecas en los más apartados rincones del territorio nacional; el fortalecimiento de los museos y de las orquestas que ya existían antes de 1958; en fin, sería interminable la enumeración de todo lo positivo que se hizo, en todos los órdenes de la vida nacional, a partir de 1958.

 

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Pero, ¿qué pasó después? En materia de educación, aquel formidable impulso inicial, que logró resolver prácticamente el problema educativo en su aspecto cuantitativo, no sólo se frenó en su natural crecimiento, sino que, además, el enorme incremento de la matrícula escolar no se complementó con una reforma a fondo del sistema, que garantizase una educación de alta calidad. Por el contrario, el contenido de la enseñanza fue degenerando hasta límites inauditos. El sistema hospitalario y demás servicios de salud fueron cayendo en un estado de postración impresionante; se paralizó la construcción de carreteras y autopistas, y de esto son tristes ejemplos de incapacidad administrativa y desidia la de Oriente y la de Occidente, estancada su construcción durante años, que ahora, afortunadamente, parece reactivarse. En general, la construcción de obras públicas sufrió un dramático descalabro. Y en materia de cultura, quizás lo más dramático de todo para quienes pertenecemos a ese mundo maravilloso, hemos visto desmoronarse el sistema creado durante muchos años de esfuerzos y sacrificios, con errores y vicios, es innegable, pero también con logros importantes y tangibles, como ya dije. Hoy duele en lo más íntimo un CONAC totalmente paralítico, y la virtual desaparición de instituciones tan queridas y prestigiosas como la Biblioteca Ayacucho, Monte Ávila Editores, la Casa de Bello, el CELARG, y la penuria e indigencia en que han caído museos, orquestas, bibliotecas públicas, y paremos de contar.

Paralelamente con ello, en estos últimos cuarenta años largos hemos visto también acciones de represión brutal contra el pueblo, con numerosos venezolanos y venezolanas muertos en la tortura o en las acciones represivas; atropellos contra los medios de comunicación; la persecución de ciudadanos por motivos ideológicosŠ La corrupción administrativa, atenuada en los primeros quince años de gobiernos democráticos, verdadera ³institución² que nos viene de lejos, de cuando el propio Gran Almirante Cristóbal Colón dispuso, para obsequiarlos a su amante, de los diez mil maravedíes que los Reyes Católicos habían instituido como premio al  primero que viese tierra, más o menos a partir de 1974 reapareció más virulenta e insidiosa que nunca, hasta límites verdaderamente escandalosos, propiciada sobre todo por la impunidad y el encubrimiento. Y sobre todo la miseria material del pueblo, paradójica realidad en un país donde el petróleo ha generado una inmensa riqueza monetaria. La pobreza, incluso la pobreza extrema, se percibe en todas las ciudades del país, en especial esa trágica lacra social conocida como los niños de la calle.

Dije antes que el balance de estos cuarenta y tantos años de democracia no ha sido todo lo favorable que hubiésemos querido y que ha podido ser. Frente a logros indiscutibles, se erigen también vicios y fallas lacerantes, injustificados, intolerables. Pero el verdadero balance, más allá de lo positivo y de lo negativo, es a favor de la democracia. Lo importante es que, reconociendo lo bueno y lo malo de nuestra democracia imperfecta y trastornada, cobremos conciencia activa de que la democracia, por definición, es un sistema poderoso, pero delicado, que es necesario preservar y defender a toda costa contra su principal enemigo, que es el autoritarismo, antesala de la tiranía. Pero también hay que cobrar conciencia de que muchos de los enemigos de la democracia, los más insidiosos, conviven dentro de ella. La democracia, pese a su fortaleza, es un sistema que facilta la infiltración en su seno de los oportunistas, gente sin escrúpulos ni ideología alguna, con vocación de corruptos y alma de traidores, cuya acción solapada es capaz de minar los fundamentos mismos de la democracia. Virtud esencial del buen gobernante es saber distinguir a los verdaderos amigos del sistema, aunque estén por fuera, y a los oportunistas que, desde adentro, cavan su tumba.

Quizás extrañe a muchos el tono y contenido de este discurso. Cuando se celebra un cumpleaños, generalmente se espera un discurso en que se exalten las glorias vividas por el cumpleañero, sus virtudes, el sentimiento del deber cumplido, las ansias naturales de seguir viviendoŠ Y, por supuesto, que se olviden, aunque sea momentáneamente, sus vicios y su defectos. Pero, a mi edad, he llegado a la conclusión de que la mejor manera de celebrar un cumpleaños es dándonos por un rato a la reflexión, al pensamiento crítico, al examen de lo hecho y de lo no hecho, para adquirir así conciencia de lo que queda por hacer y de cómo hacerlo. Y esto es particularmente importante cuando se sabe que entre quienes celebran al cumpleañero abundan los jóvenes, los que tienen por delante las tremendas responsabilidades que ya los hombres y mujeres de mi generación no tenemos mucho tiempo para asumir. No está el mundo, ni nuestra amada Venezuela, como para festejos bulliciosas y carnavalescos, con serpentinas y fuegos artificiales. Puede hacerse, sí. Pero es también obligatorio reflexionar sobre lo que quienes ya pertenecemos más al pasado que al presente y al porvenir, hemos hecho con el mundo y con el país donde nos tocó en suerte ver la luz primera.

Yo vi la mía no lejos de aquí, en una humilde aldehuela cercana al torrente  del Boconó. Mis padres no eran de allí, sino guanareños de larga data, que un día fueron enviados a Sabaneta como maestros de escuela. Allí mi padre compartía  el aula con la herrería, donde practicaba su verdadera profesión, y mi madre la suya con el oficio de costurera.  Y aunque me llevaron a Guanare cuando apenas tenía  año y medio de edad, mi padre tuvo siempre el cuidado de inculcarnos a los cuatro hermanos que fuimos el amor profundo e incondicional a la tierra que nos vio nacer. Por eso, en honor suyo, siempre hemos amado a Sabaneta, y a todo el solar barinés, con entrañable pasión.

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Barinas es tierra noble. Hombres y mujeres han nacido y vivido en esta tierra que, en su seno o fuera de ella, han dado muestras elocuentes de muchas virtudes. Próceres militares y próceres civiles barineses han exaltado su gentilicio y dado gloria y lustre a su patria chica. Y Barinas, como ciudad, como pueblo y como cabeza de una región ha ocupado un puesto importante en la historia venezolana.  En tierra barinesa ocurrieron en el pasado muchos acontecimientos históricos. Sus sabanas fueron el vasto escenario donde se hizo hombre y se ordenó soldado José Antonio Páez. ³Por aquí pasó Zamora², General del Pueblo Soberano, rumbo a Santa Inés y a la gloria. Aquí se escuchó el verbo encendido de Rodríguez Domínguez, a quien, como presidente del Congreso de 1811, le tocó el privilegio de proclamar ante Venezuela y el mundo la independencia de nuestra patria.

Innumerables apellidos ilustres, verdaderamente emblemáticos, guardan las páginas de la historia barinesa, proyectados al presente y al futuro. Recordemos algunos, sin ánimo de ser excluyentes: Pumar, Briceño, Pulido, Encinoso, Tapia, Baldó, Machado, Garrido, Arvelo, Villafañe, Méndez, Heredia,  Bianco, Cordero, Palacio, Mendoza, Valero, Giusti, Jiménez, Contreras, Guédez, Fadul, Meleán, Rangel, Díaz, Jiménez, Angulo, Mazzei, Novellino, Blonval, Alvaray, Qüenza, Venegas, NievesŠ
En Barinas, en días ya lejanos, trabé amistades entrañables, que aún duran, después de más de cincuenta años. Aquí padecí gozosamente amores de adolescencia. Por estas calles anduve, muchacho aún, en lides políticas e intelectuales. Aquí, en fin, mantengo afectos de los más profundos y genuinos de mi vida. Por todo ello, agradezco infinitamente a quienes propiciaron esta comparecencia mía  ante ustedes, que me honra y estimula, sobre todo por lo que ese gesto tiene de confianza, en momentos en que la confianza es un riesgo, mayor para quien la otorga que para quien la recibe.

Muchas gracias.
Sobre el autor:
Alexis Márquez Rodríguez
E-mail: grealemar@cantv.net
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Sobre el texto:
Texto insertado en la revista Hispanista no 10
Informaciones bibliográficas:
RODRÍGUEZ, Alexis Márquez. Cumpleaños. In: Hispanista, n. 10. [Internet] http://www.hispanista.com.br/revista/artigo93esp.htm 
 

 

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