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01

Especulación entre la intención y el resto. A propósito del comienzo de la escritura

  Nombre del Autor: Roberto Ferro
Bandera de Argentina

  rferro@filo.uba.ar

Palabras clave: escritura, anafórica, recurrencias

Minicurrículo: Doctor por la Universidad de Buenos Aires con la tesis La parodia del autor en la saga de Santa María. Docente e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; Escritor y crítico literario, ha publicado textos poéticos y de crítica y teoría literaria; Miembro del Consejo de Redacción de las revistas SYC y Hispanista.

Resumo: A partir da idéia de que a escritura é uma especulação sobre o espaço, em que as palavras inscritas na página e escandidas pelos interstícios não produzem sentido diretamente, o artigo reflexiona sobre  o começo da escritura como uma instância de onde  emerge uma tensão entre a simultaneidade do traço e o sedimento significativo que se confabula com a ausencia do anterior. Uma vez que me proponho esclarecer as relações entre a escritura e sua anterioridade, recorri à anáfora como função explicativa, e com isso me sirvo do corolário que afirma que no começo daescritura podem ser localizados os modos de pasagem e articulação de duas diversidades. O sedimento da escritura presente e a ausência são dimensões "autoimplicadas" sob a perspectiva da diferença. A anáfora como suplemento só pode ser concebida no entramado sempre variável entre o par ausência/presença. A trama que se contitui na anáfora como pasagem se manifista em duas cartografias opostas e contraditórias que anunciam e prevêem os itinerários possíves de sentido. Uma delas revela um tecido genético, dinástico, expressivo; a conseqüência entre a escritura e sua anterioridade se articula de acordo com o modelo do índice, que se constitui como tal ao apoiar-se em um  "porque", que não é outra coisa que a inscrição de una causalidade; o índice revela a intenção. Na outra cartografia, o abismo não revela nenhuma certeza; o abismo não é um  ponto primordial, porque não se reconhece como tal, por  seu privilégio, sua identidade que legitima uma autoridade única; portanto, é a localização na escritura da ausência de origem, de sua origem ausente. As marcas na escritura são observações que se configuram como constelações instáveis de gestos, não há causalidade, não há origem, só a exibição desmedida de uma semiose infinita. O gesto anuncia a impossibilidade do conclusão de  sentido.

Resumen: A partir de la idea de que la escritura es una especulación sobre el espacio, en la que las palabras inscriptas en la página y escandidas por los intersticios no producen sentido directamente, el artículo reflexiona en torno del comienzo de la escritura como una instancia en la que emerge una tensión entre la simultaneidad del trazo y el sedimento significativo que se confabula con la ausencia de lo anterior. Dado que me propongo dilucidar las relaciones entre la escritura y su anterioridad, he acudido a la anáfora como función explicativa, para lo cual me sirvo del corolario que afirma que en el comienzo de la escritura se pueden localizar los modos de pasaje y articulación de dos diversidades.El sedimento de la escritura presente y la ausencia son dimensiones autoimplicadas bajo la perpectiva de la diferencia. La anáfora como suplemento sólo pude concebirse en el entramado siempre inestable entre el par ausencia/presencia. La trama que se contituye en la anáfora como pasaje se manifiesta en dos cartografías opuestas y contradictorias que anuncian y prevén los itinerarios posibles de sentido. Una de ellas revela un tejido genético, dinástico, expresivo; la consecuencia entre la escritura y su anterioridad se articula de acuerdo con el modelo del índice, lo indicado se constituye como tal apoyado en un "porque", que no es otra cosa que la inscripción de una causalidad; el índice revela la intención. En la otra cartografía, el abismo no revela ninguna certeza; el abismo no es un punto primordial, porque no se reconoce como tal, ha perdido su privilegio, su identidad que legaliza una autoridad única; por lo tanto, es la localización en la escritura de la ausencia de origen, de su origen ausente. Las marcas en la escritura son notaciones que se configuran como constelaciones inestables de gestos, no hay causalidad, no hay origen, sino la exhibición desaforada de una semiosis infinita. El gesto anuncia la imposibilidad de la clausura del sentido.

Todo texto consta únicamente de su final. El texto es siempre terminal. Toda proposición preliminar o anterior es una ilusión gráfica. El texto es donde la escritura termina o se agota. El texto sólo tiene un más acá.

Salvador Elizondo

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Postscriptum

Recurro a la cita de Elizondo en el comienzo de mi escritura para intentar, en primer lugar, suturar el vacío inicial con las marcas de una anterioridad que me legitima como lector; luego, y acaso movido por un oscuro anhelo propiciatorio, para quedar amparado en la ilusoria seguridad del significante de su nombre; y, finalmente, porque me permite establecer un deslinde necesario al momento de abrir la reflexión sobre el comienzo de la escritura.

Comienzo y fin remiten necesariamente a un modo de constitución del fragmento y, por lo tanto, a la serie que enlaza un campo de significación en el que participan las ideas de borde, límite, frontera, linde, margen, orilla, término, principio, corte, hiato, es decir, una constelación de sentidos relacionados con la discontinuidad.

El resultado de esas operaciones de escritura es un texto, pensado como un todo finito y estructurado compuesto de signos lingüísticos, pero mi especulación no tiene al texto como objeto dominante, sino al comienzo de la escritura como una de las maniobras de escisión que lo constituyen como tal; a pesar de esta declaración explícita, el deslinde al que me refería más arriba es metodológico antes que material, dado que trabajo a partir de textos que he leído, pero al centrarme en el comienzo, me dirijo hacia otro orden de problemas que tienen a la escritura como eje.

Uno de los rasgos distintivos de los textos escritos es que permanecen, no se agotan en el presente de su inscripción; de la masa de textos escritos la cultura conserva un conjunto de ellos a los que le otorga relevancia cultural, los acumula, los ordena en bibliotecas, los atesora; de ese conjunto he privilegiado los textos que hacemos pertenecer al espacio de la literatura porque tematizan con una densidad inigualable las escenas de principio y cierre de la escritura.

El movimiento inicial a partir del cual me he asomado a la cuestión es el de la cita; al parecer mi primer trazo de escritura es la repetición, incluso una repetición amparada por la autoridad de un nombre. Me presento como un lector que confiesa las fuentes, pero debo reconocer que todo no es tan claro. Estoy intentando situarme y precisar el objeto que viene, en el que es para mí utópico pensar la escritura como una totalidad separada de la lectura, por lo tanto como lector en lugar de constituirme de acuerdo con las figuras del taxonomista y/o del detective que asedian el campo de la letra privilegiando el cadáver, el fósil y la ruina para poder otorgarles una genealogía causal ordenada que explique el sentido, intento acercarme a las figuras del vagabundo y/o el jugador que especulan tanto con el deseo de errar y el fetiche del recuerdo como con el azar de las infinitas combinaciones y el juego de reglas lábiles e inestables; de este modo el sentido de la letra se acerca, creo, a la diversidad caleidoscópica antes que a la linealidad sedante.

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Como lector que vagabundea no dejo de merodear, atento a lo que fluye ante mis ojos, pero con una atención no sólo regida por el pensamiento sino también por la intuición y el ensueño imaginario; como lector que apuesta no muestro mi estrategia en cada jugada, constantemente me reservo la posibilidad de la celada y la sorpresa. Un lector que merodea y está dispuesto a la celada, más que un vagabundo y/o un jugador puede parecer un ladrón que aprovecha los descuidos y enmascara sus objetivos. Pero definirme como un lector ladrón hubiera sido según Kant un juicio analítico, es decir un juicio en el que el predicado de la aseveración está ya contenido en el concepto del sujeto. Definir un lector y predicar que roba no hace más que repetir en el predicado lo que ya está dicho en el sujeto. De algún modo es una especie de tautología metonímica ya que el rasgo predicado es indisoluble de la entidad del sujeto.

No es esta una proclama de efusión ética, simplemente es la consecuencia de una imposibilidad. No sólo he estado tentado, es más he programado minuciosamente mis robos, digo aplicando todo "mi buen saber y entender", pero a pesar de todo he fracasado ruinosamente en cada tentativa. Las víctimas: —digamos dos, apenas como ejemplo de una larga lista, interminable— he planificado saquear a Ricardo Piglia y a Paul Auster, pero en cada caso me hubiera tenido que conformar con otro botín, no el que buscaba. Qué pude robarle a Ricardo Piglia. La lapicera, un cuaderno de notas, el sobretodo en La Opera, pero no era eso lo que buscaba; lo deseché porque pretendía otra cosa. Y a Paul Auster qué podría robarle. Los cigarros que fuma o su mujer nórdica, alta y rubia; las conclusiones fueron las mismas, un rotundo fracaso. No pude robarles lo que quería porque mientras que el sobretodo de Piglia o la mujer de Auster los podía haber tocado, alcanzado, sus escrituras, por lo contrario, me resultaron inasibles, sólo pude apropiarme de ellas cuando pasaron a formar parte de mi memoria de lector. La escritura es siempre intangible, dicho con la fuerza de la fatalidad trágica; la escritura se desliza, fluye a través de la mirada del lector que la trastorna, la contrae, la expande, la disecciona, la recompone, pero no puede apropiarse de ella sin perturbarla, sin transformarla en una otredad.

Por lo tanto, el lector para ser lector debe robar pero no a los otros, sino que se roba a sí mismo, entrando a saco en su memoria, deliberadamente o en la inmensa mayoría de las veces sin saberlo. Acaso con tres cuartas partes de pudor y una de ironía he atenuado esta circunstancia pensando al lector crítico como un apócrifo de sí mismo.

Acción y efecto de escribir

El concepto de escritura tiene una vasta genealogía teórica que exige precisar los alcances de la designación a los efectos de delimitar el campo de problemas al que nos dirigimos. En el diccionario, la primera acepción del término escritura dictamina: "Acción y efecto de escribir" lo que implica ya un significado que reúne, por una parte, el acto material, corporal, la instancia física de escribir y, por otra, el producto resultante de esa actividad.

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Este último aspecto se refiere a la escritura como un encadenamiento de signos, cada uno de ellos es una marca que permanece, que no se agota en el presente de la inscripción y que, por sus características distintivas, puede ser repetido en múltiples contextos independientemente de los sujetos que lo hayan emitido. De ello se desprende que un signo escrito tiene necesariamente la posibilidad de ruptura con cada contexto en el que aparezca. Desde una perspectiva histórica, un signo escrito escindido del escritor que lo ha anunciado y de las condiciones en que fue producido, es igualmente legible; desde una perspectiva semiótica, la fuerza de la ruptura es igualmente efectiva, a causa de su iterabilidad constitutiva, un signo escrito puede ser separado de un encadenamiento e insertado en otro sin que pierda su competencia significativa. Esto no implica que el signo tiene igual sentido en cualquier contexto, sino al contrario, no hay contexto alguno que posea un centro de anclaje absoluto. Si bien no se puede determinar ningún significado fuera de su contexto, al mismo tiempo ningún contexto permite su saturación. El acento de esta aseveración no está puesto en la riqueza de la substancia ni en la variabilidad semántica, sino en la estructura de la repetición. Esta capacidad citacional, esta iterabilidad del signo escrito, no es un rasgo accidental o una anomalía, esa es su condición de posibilidad constitutiva sin la cual no podría tener el funcionamiento que le reconocemos. La ruptura se conecta de modo indisociable con el espaciamiento que establece al signo escrito, espaciamiento que lo separa tanto de los otros términos de la cadena a la que en cada caso se enlaza —posibilidad siempre abierta de ser escindido e injertado— como de todas las formas de referentes objetivos o subjetivos.

Reitero e insisto: el signo escrito, espacializado, puede ser citado, por ello puede separarse de su "querer-decir" original y de su pertenencia a un contexto, y por lo tanto engendrar nuevos encadenamientos de sentido inscriptos en otros contextos.

La escritura es una sucesión de marcas atravesadas por intersticios o viceversa; consiste en dividir, rayar, trazar una materia plana ya sea papiro, cuero, madera, papel, metal, muro. La escritura exige discontinuidad, la discontinuidad es la condición básica de su aparición; pero ese carácter discontinuo tiene diversos modos de emergencia, la escritura oscila entre el pliegue y el despliegue, entre la unión y la ruptura.

"Escritura", cuando refiere el acto físico de trazar letras, designa al conjunto de movimientos en los cuales la mano toma un instrumento (un buril, un cálamo, un lápiz, una pluma) lo apoya sobre una superficie plana (en el curso de la historia el hombre utilizó como territorio de la escritura todos los ámbitos imaginables) y de los modos más diversos, que van desde la caricia a la incisión, deja inscriptas formas regulares, recurrentes. Este aspecto del significado designa concretamente la acción de escribir, a la que se han ido incorporando nuevos instrumentos —máquina de escribir, computadora— los cuales hacen intervenir otras mediaciones que no perturban el eje de la cuestión, puesto que en todos los casos se distingue el producto de la práctica. La escritura como actividad es un trazado que tiene necesariamente un comienzo y en consecuencia un fin.

La mano que escribe traza líneas que se van instalando en la materia que las soporta aisladas, separadas unas de otras; la marca y la superficie emergen juntas, no hay una espacialidad virgen a la espera de la huella; la huella y la lisura se constituyen una a la otra simultáneamente en la configuración del intersticio. Se impone señalar esta cuestión dado que los saltos, los vacíos que se extienden entre los trazos sólo tienen valor semiótico si se los considera ligados de manera indisoluble al signo inscripto. Las dos significaciones de la primera acepción de escritura, "acción y efecto", se articulan en el deslizamiento del valor espacial del blanco, del vacío, hacia la dimensión temporal; las discontinuidades entre los trazos son también intervalos, de los que el comienzo y el fin son las cesuras que desde el punto de vista semiótico establecen el pasaje, el contacto de la práctica con el producto.

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El comienzo es el punto de partida, partida en el sentido de separar lo anterior de lo que viene, punto en el que convergen la espacialidad y la temporalidad de la acción; en tanto que extremo de un intervalo, es lo que finaliza un vacío anterior, vacío caracterizado por una extensión de tal amplitud que semióticamente permite distinguirlo de las cesuras interiores de la escritura. En definitiva, el comienzo cierra el vacío entre otra escritura —en el sentido de producto terminado o sea un texto— y la que se inicia.

Si las discontinuidades entre trazos en el interior de la escritura son significativas porque se sitúan por entero en un complejo de relaciones, el comienzo como apertura, como inicio, se trama con una anterioridad en la que es posible reconocer una vasta gama de heterogeneidades. Noé Jitrik dice al respecto:

En el campo de la escritura, se diría que es el momento o el punto, espacialmente hablando, en que una determinada carga, de previa acumulación, se dispone a organizarse, desea hacerlo, tanto por su propia inercia de acumulación más o menos desordenada como porque actúa, sobre esa carga, una voluntad, una ética que entiende que debe y puede asumir la realización de una forma. (JITRIK, 1998, p. 2)

El comienzo es un locus privilegiado para asediar el tipo de relaciones que la escritura establece con lo anterior, sea cual fuere la heterogénea composición que le se le pueda reconocer. Considerar al sujeto que escribe como el que origina y organiza el proceso de inscripción, es decir, como la instancia que posee la capacidad de aparecer siendo la causa de la práctica, es evidente y hasta quizás redundante, pero la cuestión se complica cuando esa causalidad pretende abarcar también la significación del producto escrito.

Las relaciones de la escritura con lo anterior, o sea, aquello que se extiende al otro lado del intervalo, pueden ser de adyacencia, de convergencia, de divergencia. En cualquier caso, estas relaciones son consecuentes en un sentido muy literal, pero la articulación de esa consecuencia no solamente se puede conjeturar por el orden lógico de la causalidad sino que también puede ser mítica si el escritor aparece alegóricamente investido como la figura de un padre fundador, teológica en la medida en que se lo asimila a dios en la realización de un génesis, o psicológica cuando se infiere que la significación de la escritura es el resultado de la intención de quien escribe. Para considerar al sujeto que escribe como concepto explicativo, es decir, originando y configurando el sentido, es necesario concebir, ante todo, al escritor como principio de anterioridad suficiente en tanto que entidad autoritaria que posee el poder para instaurarse como tal y luego, y no menos importante, privilegiar el componente transcripcionista de la escritura, que supone que en todos los casos escribir, sería una actividad en la que se despliega y fija un "querer decir" fugitivo y esencial que le es previo; de este modo, la escritura se presenta como un registro de esa anterioridad primordial. Subyace a esta perspectiva una concepción del lenguaje característica de la filosofía de la conciencia, en la que éste es reducido a un mero instrumento mediador en la relación sujeto-objeto, es decir, a un medio de expresión de contenidos prelingüísticos.

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El escritor es el primer destinatario en el momento de escribir. El acto de escribir queda escindido y sostenido por esta complicidad entre escritura y lectura. En efecto, se produce con frecuencia un deslizamiento desde esta complicación entre escritura y lectura a la idea de la prioridad absoluta de un "querer decir", que le sopla —digo soplar tanto en la acepción de "sugerir lo que se debe decir a quien no acierta o lo ignora" como en la de "despedir aire con violencia de modo tal que produzca viento"— el sentido de lo que lee al escritor desde un más allá (que a pesar de todo reside en él mismo) del que sólo le quedan los restos, por lo tanto, lo desposee del sentido original antes de que empiece a leer; esto es lo que en general se denomina inspiración.

La escritura puede producir sentido en ausencia del escritor; la muerte, culminación extrema de esa ausencia, está inscrita, por consiguiente, en todo texto; lo que denomino "muerte" es el nombre genérico de la ausencia en relación con la escritura, tanto si esa ausencia es efectiva como si se trata de una falta de atención, o de sinceridad o de memoria. En el momento de la lectura, el lector nunca puede saber si lo que ha sido escrito es lo que verdaderamente el escritor ha querido decir. La circunstancia de que exista esta incertidumbre fundamental e irreductible forma parte de la estructura específica de la escritura.

Desde una mirada retrospectiva el comienzo es el punto en que, en una instancia específica, el escritor establece relaciones de contigüidad o antagonismo o una mezcla de ambas —dicho esto con la idea de abarcar todas las posiciones en un esquema seguramente precario y provisional— con algo que es previo a la escritura. El comienzo es el primer asiento, en tiempo, espacio o acción, de un proceso que tiene duración, significado y permanencia. El comienzo es la cesura en la que se articulan una diversidad anterior y lo que adviene como diferente y con entidad para ser reconocido como tal; estoy apuntando a aislar del complejo de relaciones que configuran el comienzo aquellos rasgos que me permitan distinguir los modos de constitución de la legalidad del sentido leído en lo escrito.

La función anafórica

Dado que me propongo dilucidar las relaciones entre la escritura y su anterioridad, acudiré a la anáfora como función explicativa, para lo cual me sirvo del corolario que afirma que en el comienzo se puede localizar los modos de pasaje y articulación entre esas dos diversidades.

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Un segmento del discurso se llama anafórico cuando para darle una interpretación, aunque sea simplemente literal, es necesario remitirse a una anterioridad, la extensa bibliografía sobre el tema denomina interpretante o antecedente al segmento con el cual se enlaza el anafórico. La anáfora se sitúa en un espacio en el que se intersectan la sintaxis y la semántica. La función anafórica es relacional, transgresiva en relación con el fragmento interpretado, connota por lo tanto discontinuidad puesto que atraviesa y articula en la interpretación instancias ajenas a la escritura que comienza; vincula lo escrito con lo que está más allá. La función anafórica es una estructuración que no exhibe una estructura única e irreversible, tiene una instancia silenciosa, abarca por lo tanto el intersticio, es el salto de lo trazado hacia lo que no está en él, designa en la inscripción no lo que no ha sido escrito en este acto de escritura. El tramado anafórico de la escritura y lo anterior es suprasegmental, es como el vacío que une el pronombre relativo a su antecedente, en el que convergen el componente sintáctico de la conjunción entre segmentos interdependientes y el componente semántico con la carga de sentido que se desplaza y encabalga desde el interpretante.

Puede pensarse la escritura como una especulación sobre el espacio, puesto que las palabras inscriptas en la página y escandidas por los intersticios no producen sentido directamente. He perturbado deliberadamente el orden con que habitualmente se detallan las acepciones en los diccionarios. Las palabras escritas suponen una conjetura sobre su significado que demanda para su legibilidad un entramado con algo que está en otra parte. El comienzo, acaso más que ninguna otra forma de la discontinuidad intersticial, abre la escena de la interpretación como lo que se despliega en un entre: es un entre-dicho, una interestancia entre límites, de límites. El límite, el borde, el margen, el linde, el corte, en el que se sitúa la interestancia de la interpretación, es a la vez la huella de la identidad y de la diferencia de los territorios que separa. Por eso, de algún modo, la especulación sobre el comienzo de la escritura puede tematizarse como una reflexión sobre el fondo blanco de la escritura, reflexión que toma a la anáfora como campo de posibilidades que permita dilucidar los modos de emergencia en la escritura que comienza de las textualidades ausentes. La anáfora, pensada en estos términos, permite ensimismar la atención en lo no-inscripto aquí, en el vacío que se tiende entre la escritura y todo lo que le precede, marcado por la prescripción establecida como comienzo.

La anáfora facilita concentrarnos en el diseño específico de la fisura que traza el comienzo; la anáfora se sobreimprime en la escritura como un suplemento que revela en la interpretación la circulación de otros textos, remitiendo a ellos sin cesar, es un suplemento que atrae el retorno.

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El comienzo de la escritura testimonia dramáticamente una situación en la que es posible reconocer la especificidad de su objeto, lo que se da en ella no es identidad, sino más bien una tensión entre la simultaneidad del trazo y el sedimento significativo que se confabula con la ausencia de lo anterior. El sedimento de la escritura presente y la ausencia de lo que la antecede son dimensiones autoimplicadas bajo la perspectiva de la diferencia. La anáfora como suplemento sólo puede concebirse en el entramado siempre inestable entre el par presencia/ausencia.

El inicio de la escritura exhibe en su constitución literal, en su trazado, una travesía de abandono, de despedida de la nada, el comienzo es una partida desde la nada como exceso. La nada anterior al punto de partida se da a leer como exceso, en tanto que sobreimpresión infinita e innumerable del más allá de la marca; nada y exceso son dos determinaciones inasibles como términos escindidos, entre-ellos se tiende un abismo. La trama que se constituye en la anáfora como pasaje se manifiesta en dos cartografías opuestas y contradictorias, que anuncian y prevén los itinerarios posibles de sentido.

Una de ellas revela un tejido genético, dinástico, expresivo; entonces prevalecen las alegorías de los padres fundadores, de los héroes, de los demiurgos, de la interioridad enigmática de la intención; el abismo es apenas un exergo en el que se instala la idea de principio como origen; la consecuencia entre el segmento anafórico y el interpretante se articula de acuerdo con el modelo del índice, lo indicado se constituye como tal apoyado en un porque, que no es otra cosa que la inscripción de una causalidad.

En la otra cartografía, el abismo no revela ninguna certeza; el abismo no es un punto primordial, porque no se reconoce como tal, ha perdido su privilegio, su identidad que legaliza una autoridad única, por lo tanto, es la localización en la escritura de su ausencia de origen, de su origen ausente. Los indicios en el segmento anafórico son notaciones que se configuran como constelaciones inestables de gestos, el interpretante no es el extremo de una cadena de causalidad, por lo tanto no puede confundirse con el origen absoluto pues no es el intérprete, en cualquiera de sus modalidades, sino la garantía metodológica de la existencia de una semiosis infinita.

En la primera de las cartografías, los indicios en la escritura que constituyen los términos inscriptos de la relación de causalidad con la otredad ausente y cómplice son, ante todo, marcas del intervalo, de la exigencia de conectar el indicio con lo que lo traspasa, con lo que está más allá de la letra. El intervalo antepuesto al comienzo no es interpretable en sí mismo más que como presupuesto del vínculo causal, constituyendo un término privilegiado poseedor de una reserva potencial de sentido que rige la articulación con los indicios diseminados en la escritura; la puesta en secuencia de la instancia de la anáfora hace aparecer la dimensión de suplemento, pero atenuado por la única dirección prevista en su dispositivo.

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Ningún comienzo se autojustifica. Si la secuencia anafórica se remite a invocar una contingencia absoluta como origen, el arreglo entre los dos términos es lógico y cronológico, hay ante todo una mirada que puede abarcar el mundo, hay una conciencia en sí misma, hay una causa trascendente, hay un "querer decir" más allá del lenguaje; consecuentemente después viene un mundo velado, un sentido incompleto, un efecto derivado, un decir incompleto. Al considerar que el segundo término deriva del primero, se legaliza el traslado de lo complejo a lo sencillo, lo originario a lo derivado, lo necesario a lo contingente. Se trata más bien de encontrar el principio que origina y posibilita toda razón y todo fundamento interpretativos, es decir, la anáfora va de los indicios como marcas en la escritura hacia una anterioridad

que está más allá del lenguaje, que pertenece a un orden secreto, indecible, ya que la manifestación de ese orden, de esa orden, podría resultar inasible para la misma escritura.

Pero no existe ningún comienzo absolutamente justificado. Los términos de la anáfora se despliegan de acuerdo con el dispositivo de la motivación que hace explícito un porque como emergente necesario de causalidad. Entonces la diferencia entre literalidad y significado se satura colmada por una causalidad que articula el indicio con el origen y lo satura con el "querer decir". En todo caso, la anáfora así resuelta se exhibe como una justificación estratégica de su trayectoria.

De este modo no se puede comenzar en cualquier lugar. Se comienza siempre en algún punto de partida, ese punto de partida nunca es cualquiera. La reivindicación del lugar cualquiera como punto de partida viene impuesta por una exigencia determinada: no se puede comenzar la escritura en un punto cualquiera sino desde la garantía al menos prometida, de un fundamento que garantice los recortes necesarios de la libertad o los condicionamientos de la irresponsabilidad de comenzar en un punto cualquiera.

La anáfora hace que el movimiento de sentido, el que se tiende sobre el vacío para trastornarlo en intervalo, no sea posible más que si cada indicio presente en la escritura remite a otra cosa que no sea él mismo, mientras conserva como sedimento la traza del campo virtual de entrelazamientos. Es preciso que un intervalo separe el indicio de lo que no es, para que sea él mismo, pero si la diferencia entre literalidad y sentido queda contenida en una única dirección, si el punto de partida del comienzo es un artificio, un disfraz que enmascara un punto cero mítico, divino o indecible al que queda soldado, entonces la causalidad es irreversible y se expone de acuerdo con un modelo impreso en la matriz de la primacía cronológica. Una cronología que guarda relaciones de reciprocidad con la concepción vulgar del tiempo caracterizada por el privilegio del instante-presente del que dependen el pasado y el futuro según una sucesión espacial homogénea, continua y lineal. Sucesión que es solidaria con la oposición original/derivado como una concepción ontoteológica de la historia en la que se asienta el concepto de origen pleno y el de la teleología. La linealidad del porque que une los términos de la anáfora no representa más que un modelo particular, cualquiera que sea su privilegio.

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Lo inagotable del proceso interpretativo es la cifra emblemática de la imposibilidad de establecer un correlato que asegure la identidad entre literalidad y significado; toda actualización que asegure la univocidad de la escritura es inmediatamente excedida por la escritura misma, dado que la condición de posibilidad de la escritura consiste en un número indefinido de alternativas; considerar como insoslayable en la interpretación la entidad constitutiva de la escritura, abre la escena de la reflexión al exceso significativo. En el comienzo de la escritura se localiza una instancia de máxima tensión entre literalidad y sentido, más allá del cual ambos se rehusan a acordar mutuamente; más acá del cual todo acuerdo permanece como provisional e inestable.

En la segunda de las cartografías, los indicios aparecen como constelaciones gestuales, no hay entonces causalidad lógica y cronológica, las marcas del segmento anafórico no remiten forzosamente al antecedente como a un principio absoluto. No hay articulación lógica, sino deriva semiótica. Uno y otro término de la anáfora remiten a los movimientos activos y/o pasivos que consisten en retener y/o diferir por deslizamiento, dilación, sobreseimiento, remisión, desplazamiento, retorno, retraso. La deriva semiótica no se da precedida por una unidad originaria e indivisa de una entidad presente, que dispusiera por reserva o por cálculo la actividad de proferir desde un querer decir primordial. Esas marcas puestas en secuencia son marcas de la ausencia de una —digo "una" en el sentido de indeterminación y no de unidad indivisa y primera— otredad, que por otro lado no está ausente en el sentido de presente en otro lugar sino que ella también constituida por marcas. El indicio como marca designa el encabalgamiento del otro en el mismo.

Las marcas de los indicios en la escritura no están atadas al antecedente con una lógica del porque, sino que se despliegan en un entre que no sólo elimina la oposición entre dos términos consecutivos sino que escapa a la cadena de determinaciones de la linealidad causal. El entre no es tan solo un elemento puramente sintáctico, una especie de bisagra neutra, tiene además una carga semántica en la doble marca con que traspasa el intervalo. Esta doble marca significa el espaciamiento y la articulación; su sentido no es ni puramente sintáctico ni puramente semántico, es una operación proliferante, un doble plural que no está compuesto por ningún singular anterior, no hay un principio ni anterioridad. La función anafórica desencadenada por las marcas gestuales no remite a una instancia originaria, al lugar "apropiado" de la verdad, ella es la cifra del no origen, del lugar vacío y abierto como intervalo a la doble marca que no se somete a la voracidad de la línea sino que, como en el rizoma, conecta un punto cualquiera con otro punto cualquiera y cada uno de los trazos no remite a trazos de la misma naturaleza. El comienzo de la escritura no se deja seducir por la tentación de sujetarse al uno originario, es un doble que no deriva del uno, ni por añadido ni por lógica.

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Es posible pensar la escritura literaria como un espacio infinito de recurrencias discontinuas: citas, alusiones, autorreferencias, duplicaciones, paralelos, injertos; la escritura literaria pertenece al orden excéntrico de la repetición. Repetición que no es univocidad ni monotonía sino la cifra de la corrosión de dualidades rígidas tales como original/derivado, idea/realización, intención/forma, y excentricidad que consigna la paradoja de que la reescritura exalta la diferencia que modela y trastorna la vacilación inasible en cada retorno. Como sabemos desde Borges, la repetición inscribe algo muy distinto del original. Lo que no es más que una puesta en abismo de "Kafka y sus precursores", una ficcionalización del origen como principio absoluto.

Cuando la función anafórica se despliega en la semiosis del gesto sus enlaces no aceptan itinerarios previsibles, seguros. La gestualidad de los indicios arrastra la escritura a múltiples movimientos, imprime en los nexos un juego que se propaga a infinitas textualidades y las deporta siempre con desfasajes, con desplazamientos asimétricos, con retrasos o saltos hacia adelante, con la continuidad de la insistencia o la grieta de la elipsis. El entrelazamiento indecidible entre la nada y el exceso es la constitución del suplemento y la repetición de la apertura.

En el momento de la escritura, en la instancia en la que como dice Elizondo en El grafógrafo, se enuncia "escribo que escribo", el escritor cae lejos del lenguaje de sí mismo, entonces escribe: se emancipa de la carga que lo precede y/o queda desamparado de ella, el comienzo es caminar solo y desprovisto, escribir es dejar la palabra escrita. Dejar la palabra es no estar ahí más que para cederle el paso, no para instalarse como el rótulo pegado por debajo de una mariposa que ha sido suspendida en su vuelo, que controla el nombre con la misma convicción que el alfiler imperdible sujeta la mariposa. El escritor no desaparece, tiene su lugar, pero desde ese lugar, no podrá controlar la escena de lectura y todas las variantes de interpretación.

El ojo que lee, el ojo del lector, que merodea y arriesga en el juego múltiple de asediar los sentidos, recorre las marcas gestuales en su estructura laberíntica, en su diagramación quebrada en la que cada trazo se confabula como pasaje para otros textos; la lectura así concebida supone un conjunto de operaciones de desplazamiento de nociones y valores de producción de sentido, que se oponen a la unidad y verdad sujetas al orden lineal.

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El lector no toca la escritura, sólo puede leer añadiendo, agregando. En el comienzo la escritura exhibe desaforadamente, el adverbio es aquí etimológicamente obligado, como la nada que es el exceso, como el intervalo sobre el que se tiende la función anafórica, es el lugar de encuentro entre la lectura y la escritura. Pero ese pasaje no es la localización precisa de una confusión indiferenciada ni de una simétrica identidad, es el entre que la semiosis infinita despliega para poder ser posible.

Recurrencias

He recurrido a la función anafórica para reflexionar acerca del comienzo como una discontinuidad paradigmática en la que se localiza de modo acaso único las relaciones entre la escritura y lo que lo precede. En la argumentación, apoyada en dos cartografías contradictorias de los enlaces anafóricos, he opuesto al desciframiento de un certeza resguardada en la escritura y dependiente de una reserva que la antecede, la producción de sentido como una actividad transformadora. En la primera cartografía de la función anafórica el entrelazamiento está regido por la causalidad cifrada en un porque que he asimilado al índice; en el otro la anáfora y la otredad se sitúan siempre en el riesgo de un entre, enredando sus derivaciones en movimientos dobles, necesariamente exorbitantes y desbordados. Más allá de un conjunto de variaciones, he pretendido componer un diagrama en el que los polos contrarios fuesen la intención y el gesto.

El comienzo de la escritura va tramando una vasta diversidad de figuras en el tapiz, el tejedor más allá de la maestría de su talento no puede comprender las infinitas combinaciones inscriptas en la trama que está componiendo. Algún tiempo después vendrán otros tejedores a enredarse con la mirada entre los hilos sin tocarlos, especulando, sobre los sentidos. Esquemáticamente he agrupado esos tejedores en dos bandos. En uno he puesto los que son partidarios del índice, es decir de la linealidad causal, a ellos en voz baja los llamo los protectores, son lo que se proponen reproducir por medio de una reiteración imperativa del comentario la relación intencional, que el escritor ha legado en la conjunción de su escritura con todos los elementos que están más allá de su escritura. Construyen afanosamente muros de contención, se imponen la necesidad de controlar los desbordes, las salidas de los cauces, fundan comarcas críticas en las que la escritura y la lectura son doblemente protegidas: por la autoridad del origen y por la autoridad del final. Protegen con infinita dedicación las topografías del principio, para poder de ese modo controlar la clausura del sentido. En el otro, he alineado a los que son partidarios del gesto, los que sin tocar el tejido añaden. Piensan que si la lectura y la escritura se acercan tanto que a veces se sobreimprimen, dicho entramado no designa una confusión indiferenciada ni una identidad conciliatoria; para ellos las figuras del tapiz son incompletas y deben ser continuadas en otra parte, arrastran las marcas gestuales para deportarlas con inversiones, con desigualdades de desplazamiento con juegos estratégicos de insistencia y de elipsis. A estos, con mayor disimulo, los llamo contrabandistas.

En este punto debo hacer un aparte, solicitar mayor atención, porque creo que esta relación de repartos cualitativos entre luces y sombras, entre debilidad y fuerza, debe ser acompañada de una coartada, creo tener una que no es demasiado original, a pesar de todo, quizás alcance a justificar de algún modo mi planteo. Con la puesta en confrontación agonística que despliego en estas "Recurrencias", he apelado a un lugar común del pensamiento reflexivo y a un cambio de tono en un registro cercano al panfleto o la invectiva, me hago cargo de ello dado que no hay conclusiones sino una provocación para que expanda el debate más allá de lo que aquí he expuesto, en especial hoy que nuevos protectorados están levantando tan firmes parapetos y erigen tan sólidos refugios.

Buenos Aires, Coghlan, abril de 2000.

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BIBLIOGRAFIA

Elizondo, Salvador: La camera lucida, México, Joaquín Mortiz, 1983.

El grafógrafo, México, Joaquín Mortiz, 1979.

Jitrik, Noé: "Empezar: El comienzo", mimeo, Buenos Aires, 1998.

—"La escritura y la lectura en su entrecruzamiento" en SYC Nº 1, Buenos Aires, noviembre de 1989, pp. 21-37.

—"La palabra que no cesa" en SYC Nº 3, Buenos Aires, 1992.

Kristeva, Julia: —Semiótica 1 y II, Madrid, Espiral/Fundamentos, 1978.

Said, Edward S.: Beginnings. Intention &Method, Nueva York, Columbia University Press, 1985.

Sobre el autor:
Roberto Ferro
E-mail: rferro@filo.uba.ar
Home-page: [no disponible]
Sobre el texto:
Texto inserido en la revista Hispanista no 02
Informaciones bibliograficas:
FERRO, Roberto. Especulación entre la intención y el resto. A propósito del comienzo de la escritura. In: Hispanista, n. 2. [Internet] http://www.hispanista.com.br/revista/artigo01esp.htm 
 
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